Una antología de Valdemar (I)
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Como buen amante del cuento de miedo que soy, empiezan a ser numerosas las selecciones que he tenido oportunidad de leer: las de Rafael Llopis -Los Mitos de Cthulhu (1969), Antología de cuentos de terror (1981)-, las de la Editorial Valdemar – Cthulhu, una celebración de los mitos (2001), Maestros del horror de Arkham House (2007)-, Los hombres lobo (1993), al cuidado de Juan Antonio Molina Foix, o El sudario de hierro y otros cuentos góticos, compilados por Roberto Cueto para la colección Infernaliana de la excelsa y efímera Celeste Ediciones. Por no hablar de las diversas selecciones de los grandes autores -Poe, Lovecraft, Machen…- a los que suele editarse en selecciones de cuentos. No en vano fueron cuentistas antes que novelistas. El cuento es el vehículo ideal para el espanto, como la novela lo es para la aventura, la psicología o el romance.
De Felices pesadillas, la selección de Valdemar cuya lectura me ha ocupado estos últimos días, lo primero que me ha llamado la atención ha sido su cronología, que permite trazar un recorrido por el género desde sus orígenes hasta nuestros días. Nada más lógico que empezar las cosas por el principio. Pero que los títulos publicados por la editorial en sus quince primeros años de actividad (1987-2003) ya les permitieran presentar todo un compendio del género a través de sus mejores ejemplos, es la evidencia de la decidida apuesta de la casa por el cuento de miedo. El Club Diógenes, junto con Gótica la colección que incluyó en sus distintos números a la mayoría de los autores recopilados en este delicioso tocho (982 páginas), inició su singladura cuando también lo hizo El ojo sin párpado, la apuesta de Siruela por estos mismos horrores. Pero los cuarenta y ocho números que publicó esta última en sus seis años de vida (1987-1993) se quedan en muy poco frente a los doscientos de El Club Diógenes en sus tres primeros lustros.
Alabo que la propuesta se abra con Vampirismo (1821) de E. T. A. Hoffman y no con El castillo de Otranto (Horace Walpole, 1764). Aunque esta última suele considerarse el pórtico de la novela gótica, a mí me parece infumable. Por el contrario, el relato de Hoffman es un título indispensable en todas las selecciones de mujeres vampiro. La historia del conde Hippolyt, que desposa a una bella vampira llamada Aurelie, está considerada la primera historia de no muertas. A diferencia del resto de sus pares, Aurelie no bebe sangre; come, junto a otras nosferatu, la carne de los cadáveres del cementerio. Descubierta por su marido, expira en una convulsión cuando intenta darle muerte. Tras tan terribles sucesos, el conde pierde la cabeza.
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Las aventuras de Thibaud de la Jacquière (1822) de Charles Nodier -quien fuera traductor de El vampiro (1819) de Polidori- es un delicioso ejemplo de esos cuentos en los que una blasfemia actúa como conjuro del mal. En esta ocasión, Thibaud, quien pronuncia el juramento en esta pieza, es el hijo de un rico mercader de Lyon. Pero también “un tunante que había aprendido a romper cristales, a seducir a las chicas y maldecir junto a los hombres del rey”. Enviado por el monarca a casa de su padre para que se reforme, durante una cena que su progenitor ofrece, los invitados brindan por su regeneración, Thibaud apenas los escucha, pronuncia un brindis particular que pone los pelos de punta a todos los presentes: “¡Sagrada muerte del gran diablo! A él doy mi sangre y mi alma”, reza el desatinado ofrecimiento.
Cuando lo repite tiempo después, una noche que se presenta especialmente aburrida, no tarda en salirle al paso una misteriosa joven acompañada de un paje “negrito”. Los de Nodier aún era los días -como venían siéndolo, como poco, desde Otelo (1603) de Shakespeare- en que los personajes de color siempre eran los villanos. Pero aquí sólo es el malo tangencialmente. La verdadera villana es Ordaline, que dice llamarse la bella misteriosa que se le aparece a Thibaud tras su blasfemia. Sin embargo, es Belcebú.
A la mañana siguiente, los campesinos encuentran tirado al muchacho en un granero abandonado, yace sobre una carroña. Trasladado a casa de su padre, allí morirá tras recibir la bendición de un misterioso ermitaño.
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Rip Van Winkle (1819), de Washington Irving, nos traslada a los días anteriores a la revolución americana, a un pequeño pueblo de colonos holandeses. Está localizado en el actual estado de Nueva York, entonces los Nuevos Países Bajos gobernados por Peter Stuyvesant: es decir, el siglo XVII. Pero la historia del pusilánime aludido en el título, quien sale a pasear con su perro para evitar una bronca con su mujer, decide echar una siesta y está durmiendo durante décadas, es una adaptación de una de las leyendas más antiguas del cristianismo: Los siete durmientes de Éfeso. Esta propuesta de Irving, más que de miedo es fantástica.
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El lector asiduo de esta bitácora sabe de mi admiración por Balzac, incluso por el Balzac fantástico, que no suele aplaudirse como el suprarrealista. Sin embargo, El elixir de la larga vida (1830) me parece una obra fallida. Y lo es, principalmente, por esas largas descripciones del maestro, que son uno de los pilares de La Comedia humana, pero sumamente perniciosas para un cuento de miedo, mejor cuanto más breve. A la postre, deviene en una especie de cuento impío. Don Juan, su protagonista, se divierte con sus compañeros de borrachera en el palacio paterno mientras su padre -que justifica todas las disipaciones de su hijo- se encuentra en trance de muerte. Cuando, en medio de la juerga, don Juan se acerca al último lecho del autor de sus días, éste le confía el prodigioso elixir, que resucita a los muertos.
Pero el pérfido don Juan, tras comprobar la eficacia del preparado en un ojo de su ya difunto padre, que al punto revive y le mira inquisidor, decide guardarse la pócima para su uso personal.
Tras una vida de desenfreno, cuyas descripciones, vuelven a dilatar el espanto, don Juan, ya sesentón, se instala en España y se casa con una andaluza: doña Elvira. Una vez más, la hispanofilia del maestro se hace notar. Pero El elixir de la larga vida no es la mejor de sus obras fantásticas. El destino que aguarda a su protagonista es muy semejante al que dispuso él para su progenitor.
Cuando su hijo se dispone a untar el cadáver de don Juan con el fabuloso mejunje, tira el frasco que lo guarda. De este modo, su resurrección queda incompleta. Venerado, no obstante, como santo, don Juan comienza a decir impiedades ante los fieles que lo adoran en una iglesia de Sanlúcar mientras se canta el Te Deum. Finalmente, en una escena que se antoja grotesca, más que espeluznante o algo así, la cabeza revivida de don Juan se desgaja del cuerpo que la torpeza del hijo no permitió resucitar.
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La bofetada de Carlota Corday -que acaso debiera haberse traducido como La bofetada a Carlota Corday, tal figura en otras ediciones- fue publicado originalmente en 1849. Vio la luz por primera vez dentro de Los mil y un fantasmas, la más célebre compilación de lecturas inquietantes de Alejandro Dumas. Está basada en un hecho tenido por verídico. Desde luego, parece plausible. Al menos, Charlotte Corday existió, en efecto. Encendida seguidora de los girondinos, fue la asesina de Marat mientras el jacobino se encontraba en la bañera. Llevada por ello a la guillotina, el 17 de julio de 1793, se dice que el verdugo, le propinó un par de bofetadas a su cabeza una vez seccionada del tronco. Con su último aliento, las mejillas se ruborizaron ante una afrenta a la que su cuerpo no podía responder. El miserable ejecutor de la justicia, que dijo ser maratista y haber actuado así por ello, fue condenado a tres meses de cárcel. Dumas, con una ficción mínima, se limita a referirnos el asunto.
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Esa edad de oro de la literatura estadounidense, que fue la centuria decimonónica, tuvo uno de sus principales asuntos en el miedo. Y ese miedo tuvo uno de sus principales escenarios en Nueva Inglaterra, donde el puritanismo -uno de los más exacerbados del mundo- llevó a la horca a las brujas de Salem. En esa ciudad precisamente nació Nathaniel Hawthorne y su abuelo fue uno de los que llevaron a la horca a aquellas infelices. En El joven Goodman Brown (1835), vuelve sobre el tema de la brujería autóctona.
Desoyendo el ruego de su esposa, Faith, quien le pide encarecidamente que no la deje sola esa noche, Goodman emprende un viaje a pie por un siniestro bosque, donde se ha citado con un extraño personaje. El tipo raro dice que acaba de llegar de Boston. Aunque, en efecto, la capital de Massachusetts se encuentra a muy pocos kilómetros de Salem, el personaje que aguarda a Goodman bien podría ser el Maligno. Durante el camino, recuerda a nuestro puritano cómo ayudó a su abuelo a perseguir a una cuáquera y a quemar a los indios. No se nos llega a decir a dónde van. Mas cuando el hombre bueno se siente cansado, su acompañante le invita a tomar asiento sobre una roca. Le deja, además, su extraño bastón asegurándole que le será de gran ayuda cuando quiera volver a andar.
Mientras descansa, escucha unas voces familiares, de mujeres de su pueblo. Sin ser descubierto, se acerca al lugar de dónde provienen y descubre a sus vecinas, supuestamente más piadosas, celebrando un aquelarre. Como era de prever, su Faith también se encuentra entre ellas. Al igual que el ministro y el diácono de la comunidad. Goodman se aparta de allí corriendo. Durante su recorrido, todo le asusta, pero no hay nada que le dé tanto miedo como él mismo. Puede que esto sea una alegoría de cómo para el puritano el mayor peligro está en la propia conciencia de cada uno. Aunque también puede que lo sea de la desconfianza, ya que al final todo resulta ser una experiencia onírica. Eso sí, cuando el buen hombre vuelve a la realidad, duda de la religiosidad de la gente que ha visto en su sueño, empezando por la de su propia esposa.
Un último dato, habida cuenta de mi elogio al orden cronológico de la publicación. Observará el lector que La bofetada de Carlota Corday aparece fechado en 1849 y El joven Goodman Brown, que le sucede en el orden dispuesto por los editores, catorce años antes. Bien pudiera ser que quienes estuvieron al cuidado de la compilación hubieran considerado la fecha de la propuesta de Hawthorne, aquella con que apareció incluida por primera vez en un libro, la antología Musgos de la vieja rectoría, dada a la estampa en 1846. Aunque así fuera, El joven Goodman Brown sería tres años anterior a La bofetada de Carlota Corday y aquí aparece después. Acaso supieran los antólogos de una publicación de la pieza de Dumas en alguna revista anterior a la consignada por mí. O acaso se trate, simplemente, de un lapsus en el orden. Piense el lector lo que quiera. De una u otra manera, al ser las dos obras contemporáneas, la cronología -aunque no estricta- tampoco resulta alterada.
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Poco cabe decir de Los hechos en el caso del señor Valdemar (1845), que no se haya dicho hasta la saciedad por plumas más doctas que la mía. La experiencia de Valdemar, que en los días del auge del mesmerismo se deja magnetizar al entrar en trance de muerte, es un auténtico clásico del cuento de miedo. Todo el mundo sabe que cuando el narrador trata de despertarlo, el cuerpo de Valdemar comienza a pudrirse hasta llegar a ser “una masa casi líquida de horrorosa y repugnante descomposición”. La singularidad es que Felices pesadillas nos presenta este clásico en una traducción de Mauro Armiño, que no esa de Julio Cortázar -el más celebrado traductor de los cuentos de Poe al español-, publicada en España en 1970 dentro de dos tomos legendarios de la colección El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Armiño, uno de los más prestigiosos traductores literarios del francés -y en menor medida del inglés- del panorama editorial actual, marca las distancias desde el principio. Así, el título que nos propone difiere del de Cortázar -La verdad sobre el caso del señor Valdemar-, pero se ajusta más a la literalidad.
Publicado el 12 de octubre de 2017 a las 18:45.